Hay algo innato en el ser humano que nos incita a decorar nuestro espacio vital. Nos podríamos remontar a las pinturas de las cavernas como Altamira o Lascaux, después de todo fueron lugares donde habitaron nuestros antepasados. Más adelante, nos encontramos con las pinturas murales del palacio de Cnosos, Creta o los encontrados en la Villa de Popea Sabina, mujer de Nerón, en Oplontis, actual Torre Annunziata, Sicilia, situada entre Pompeya y Herculano. Durante el renacimiento y el barroco, los muros palaciegos o monacales se convirtieron en grandes espacios en blanco a ser cubiertos por profusión de figuras, arquitecturas, bodegones y un largo etcétera, otorgándoles a cada uno de los espacios un carácter propio y particular.
Hoy en día, decoramos nuestros espacios vitales sin darnos cuenta de que forman parte de un ritual ancestral arraigado en tradiciones milenarias procedentes de nuestros