Cuenta la leyenda que fue hacia el año 326 cuando la emperatriz Flavia Julia Helena, más conocida como Helena de Constantinopla (¿250?-¿330?) –madre del emperador Constantino I el Grande, quien promulgara el edicto que legalizaría el cristianismo–, siendo octogenaria, decidió peregrinar hasta Tierra Santa. Una vez en Jerusalén –que entonces recibía el nombre de Aelia Capitolina, tras haber sido arrasada durante la segunda guerra judeo-romana–, y guiada a través de sueños, mandó demoler el templo a la diosa Venus erigido dos siglos atrás por el emperador Adriano (76-138), el mismo que destruyera la Ciudad Sagrada. Luego, ordenó excavar en sus cimientos, donde la tradición situaba el Gólgota sobre el que fuera crucificado Jesús de Nazaret…
Donde hoy se encuentra el Santo Sepulcro fueron halladas tres cruces, las que según los Evangelios sirvieron de patíbulo para y los dos “ladrones” y que le acompañaron en su calvario. ¿Cómo saber cuál de las tres cruces había sido la del Nazareno? Fue el obispo de Jerusalén (¿250?-335) quien propuso a Helena lo siguiente: que una mujer enferma se postrase sobre cada una de las cruces para que fuera la sanación de su cuerpo la que identificase la Cruz del Mesías. Al acercarse a la primera cruz, la mujer no sintió nada. Cuando se aproximó a la segunda, incluso empeoró su estado de salud; lo que se atribuyó a que este fuera el madero sobre el que fue colgado Gestas, el ladrón que no se arrepintió. Fue al tocar la tercera de las