EL DIOS DEL DESIERTO
Disfrazada de colosal película de aventuras, (1962) es, por encima de todo, la historia de la transformación íntima de un hombre en semidiós, el retrato dedice el periodista que le siguió en parte de su casi divina misión camino de Damasco, en pleno funeral de T.E. Lawrence, en los primeros instantes de un film monumental, intenso en la peripecia emocional de un tipo complejo, sublime en lo visual: David Lean, acaso el cineasta que mejor supo trasladar la épica, con o sin romanticismo, a una pantalla se recrea en los largos tránsitos del protagonista por el desierto, convirtiéndonos en compañeros de viaje del loco dispuesto a cruzar el Sinaí (si Moisés lo hizo, él también), haciéndonos sentir los mismos calor, agotamiento y angustia. Cuando, a los 15 minutos de las más de tres horas y media de metraje, Lean encadena, en un golpe de genialidad, un primer plano de Lawrence soplando una cerilla con un amanecer en el desierto, con esos colores anaranjados, con la fabulosa música de Maurice Jarre entrando en escena, la hipnosis está servida, y el espectador ya no puede huir de un trayecto tan bello como peligroso. Para la historia del cine queda la extraordinaria fotografía de Freddie Young, la ambigüedad de un Peter O’Toole en su primer rol protagonista, la acerada lectura política y la constatación que David Lean merece un lugar de honor en nuestra memoria cinéfila.
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