CAMBIO DE MAREA
“Aún no he encontra do el tono de verde perfecto”, suspira el artista seychellense George Camille.
Se lamenta sobre su búsqueda interminable por reproducir la selva y sus tonalidades frescas y prolíficas. Desde la ventana de su estudio, a través de sus anteojos con armazón de alambre, el pintor mira la paleta a la que ha dedicado su vida al tratar de recrearla: musgos ácidos como pepinillos, helechos punzantes como cáscara de limón y palmas más extravagantes que las plumas de un perico.
George, un hombre delgado cuyo ceño arrugado de pensamientos se suaviza por una maraña de rizos escasos, es uno de los pocos artistas nativos del país. Su estudio, en la isla Mahé, está repleto de lienzos que representan instantáneas de la vida lugareña: un hombre que sostiene un racimo de plátanos, pescado fresco a la venta en un mercado, la figura de una preciada semilla de coco de mar tan seductora como las curvas de una mujer voluptuosa.
“Empecé con esos temas porque es lo que los turistas querían -se encoge de hombros y saca algunos de sus primaros lienzos-. Hoy día prefiero llegar al meollo de lo que sucede en las Seychelles”.
En un inicio colonizadas por cocos a la deriva, estas islas del océano Índico fueron avistadas por exploradores por primera vez en el siglo XVI y habitadas 200 años después. Atacadas por piratas, pobladas por africanos esclavizados, indios y malayos, y gobernadas entre los dominios francés y británico, las Seychelles consiguieron su independencia en 1976. Un país relativamente joven cuya cultura ha sido siempre difícil de ubicar.
No fue sino hasta hace poco que una distintiva cultura creole tomó forma. La elección el año pasado de la coalición liberal Unión Democrática Seychellense -tras 43 años de gobierno autocrático socialista-significa un viento de cambio bienvenido.
“Hay una energía distinta –dice George–. Todo florece”.
Ribeteada por playas de arenas
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