Jake GYLLENHAAL
ERECOJO A JAKE GYLLENHAAL en el Bajo Manhattan, no en la puerta de su edificio, una fábrica de ladrillo rojo convertida en condominios de lujo diseñados para la discreción, sino en la parada de taxis de un hotel a tres manzanas al sur. Salimos en mi destartalado Jeep hacia el Monticello Motor Club, un exclusivo circuito de carreras en el sur de las montañas de Catskill, a dos horas hacia el norte.
Se ofrece a tomar el volante –“Soy un buen conductor, ya verás”– y luego me indica la ruta. Al rato, parece molesto cuando se ve superado por Waze. “Quiero ser un buen copiloto”, suelta cuando nos acercamos al túnel Lincoln. El tráfico es malo, pero no se queja. El actor estaba deseando salir de la ciudad, alejarse de sus obligaciones y del acoso de los tabloides. Hoy también está trabajando, pero le compensa la diversión que da la adrenalina. Ignora las llamadas entrantes, sus mensajes quedan sin leer. A medida que subimos las Palisades de Nueva Jersey y perdemos de vista la ciudad, parece que se le relajan los hombros que oculta su chaquetón abombado.
Rebusca dentro de su mochila y saca una barrita energética. “Te he traído esto”, me ofrece. “Tengo una bolsa de frutos secos, por si te apetecen después”. Le gusta mucho la comida. En Acción de Gracias asó su primer pavo, “un asado muy intenso”. Está probando una serie de recetas que siempre pensó que serían difíciles, pero por ahora ninguna ha sido la catástrofe que él esperaba. ¿La crème brûlée? No es tan difícil. Me pregunta por mi trabajo, mi mujer, nuestro club de lectura. ¿Puede unirse? Estamos leyendo la nueva novela de Gary Shteyngart. ¡Le encanta Gary! “Somos muy buenos amigos”. A Gary le encanta Chéjov. ¿Y qué hay de la prolongada influencia literaria de los rusos? “Vamos a divertirnos”, sentencia, mientras dejamos la autopista y nos metemos por carreteras comarcales. “A la mierda”. Cerca de las laderas de las Catskills, me tiende una ofrenda sobre la palma: “¿Un Tic Tac?”.
A sus 41 años tiene un aspecto muy juvenil. Está delgado, en forma y lleno de energía. Se siente ágil. Tan fuerte como siempre. Apenas se le nota la edad. Lleva largo el pelo, castaño, salpicado de canas. Sus ojos, del color azul claro de una llama de butano, mantienen su expresividad equina. Pero ahora, cuando sonríe, se le marcan algunas arrugas.
En cuanto llegamos, Gyllenhaal se escabulle al baño que hay en la galería de coches de exposición y vuelve entusiasmado con los accesorios del lavabo. “¿No os parece que es una mala señal que haya tardado quince minutos en cerrar el grifo?”, pregunta al pequeño equipo que ha llegado para pasar el día. Se dirige a mí. “Tienes que ver esa grifería”.
—Acabo de ver —comenta Ionel, el director general del club—. Estoy
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