El campeón de la sonrisa
ESE 8 DE MARZO de 1986, el sol caía tras los bajos pinos que evitaban la erosión de un terreno bastante seco y amarillento alrededor de la serpenteante Departamental D2 que une Paul Ricard-Le Castellet con la autopista A8 en Francia.
El Ford Sierra de alquiler de color oscuro, con Frank Williams al volante, se salió y volcó en una curva. No fue violento, de hecho Peter Windsor, su encargado de relaciones públicas y amigo, que le acompañaba, emergió ileso del siniestro.
“Ayúdame Peter, no puedo moverme, no puedo moverme”. Una roca había hundido el techo del lado de Frank. La médula espinal se había plegado irremisiblemente sin recuperación posible.
Tres días después, cuando el fluido que anegaba los pulmones de Frank estaba apenas controlado en el hospital Timone de Marsella, y tras una traqueotomía, Virginia, Berry, su esposa, pudo hablar con él. Pálido, debilitado pero todavía con energía en la mirada a duras penas murmuró: “Sé que estoy paralizado, del cuello para abajo. Bueno… he vivido 40 años de una vida maravillosa y ahora viviré otra forma de vida diferente por
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