La tríade nuclear de la Guerra Fría se mantiene viva, con plataformas terrestres y submarinos capaces de lanzar mísiles balísticos (inclusive intercontinentales) y aviones bombarderos estratégicos disponibles para uso de las superpotencias mundiales ante un conflicto armado. Hoy, sin embargo, en el caso de ataques aéreos, las grandes aeronaves dejaron de ser numerosas y perdieron la importancia disuasiva ante vectores más modernos, poderosos y furtivos, a pesar de también ser dotados de altas tecnologías. La fase áurea de esas máquinas voladoras ocurrió entre 1950 ý 1960, en el auge de la disputa política y militar entre los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética. Desde aquel tiempo, cuando el método aparentemente más seguro de barrer el adversario soviético del mapa sería lanzar bombas de caída libre en el interior de un territorio, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos (USAF, en la sigla en inglés) desarrolló y adquirió una secuencia de aeronaves que, según las teorías estratégicas generalizadas, estuvieron (y el B-2 Spirit todavía está) listas para lanzar artefactos nucleares, como los que acertaron Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Aun en operación, el B-52 y el B-1 perdieron esa capacidad en respeto a tratados de desarmamiento nuclear. Sólo el más reciente B-2 todavía conserva la capacidad nuclear, pero apenas con bombas de caída libre (ver cuadros). En tesis, hasta los misiles de crucero de lanzamiento aéreo del arsenal estadounidense ahora sólo poseen ojivas convencionales.
B-36
La historia de esas temibles y poderosas aeronaves comienza aún durante la Segunda Guerra Mundial, antes del inicio de las operaciones del Boeing B-29 Superfortress. La era del jet se anunciaba y el comando de la entonces Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos (USAAF) optó por un híbrido, gigantesco para los estándares del inicio de la década de 1950. Proyectado a partir de 1941, el Convair B-36 Peacemaker fue el más grande avión a pistón producido en larga escala. Cuando fue idealizado, debería ser capaz de