El Nuevo Testamento no es una obra compacta, sino que está compuesto por veintisiete libros, cuatro de los cuales integran los Evangelios Canónicos –esto es, aceptados por la Iglesia–que nos relatan la “biografía” y enseñanzas de Jesús de Nazaret. Es la tradición la que atribuye estos textos a las plumas de Mateo y Juan, discípulos de Jesús y, por tanto, “testigos directos” de su Pasión; y a Marcos y Lucas, apóstoles de “segunda generación” que habrían acompañado a Pedro y a Pablo de Tarso, respectivamente en sus misiones para difundir el mensaje de Jesús durante los primeros años del cristianismo. Sin embargo, nadie sabe en realidad quiénes escribieron estos textos, cuya redacción se sitúa varios años después de la muerte del Nazareno: en un período comprendido entre el año 70 y el año 100, aproximadamente.
En aquel entonces, los textos escritos no venían firmados por sus verdaderos autores, sino que se utilizaban “nombres falsos” (pseudonimia): se empleaban generalmente nombres de personajes más conocidos, con objeto de conferir a los textos una impronta de “autoridad”. Esta práctica, que no es exclusiva del cristianismo primitivo, sino que era muy habitual en el mundo antiguo, hoy se juzgaría como un intento de engaño; sin embargo, en aquella época se contemplaba de manera más indulgente; pues no interesaba tanto delimitar qué era verdad y qué era mentira –o quién era el verdadero autor–como las enseñanzas que podían extraerse de lo leído.
Así pues, los cuatro evangelios son libros anónimos, probablemente redactados por cristianos de segunda o tercera generación, ninguno de los
