Psicosis (1960)
ocas han sido tan analizadas y reinterpretadas como aquellos 45 segundos de metraje. Cincuenta planos que nos transformaban de inocentes a testigos de un brutal asesinato. Una intimidad rota por los estridentes violines de Bernard Herrmann, una cortina abierta y una nebulosa silueta en la que solo se distinguía el filo del cuchillo. Hitchcock lo había vuelto a hacer. La escena de la ducha, una (1960), lo cambió todo. Puso a prueba nuestro umbral para la sorpresa y nuestra tolerancia hacia el sufrimiento ajeno como ninguna otra película lo había hecho. Muchos lo han intentado, pero pocos se han acercado siquiera a rozar aquel momento icónico: el grito de Janet Leigh nos llegaba a la boca del estómago.
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