A un paso del abismo nuclear
En octubre de 1962 la Guerra Fría había alcanzado su punto álgido, inmediato al de no retorno. Con la excusa de la seguridad nacional, la enconada competencia entre los dos amos del mundo por la supremacía atómica llevaba años derrochando miles de millones de dólares y rublos para producir misiles estratégicos cada vez más potentes y mejor provistos de ojivas nucleares. Se había llegado a aquel punto a través de un movimiento constante de acción y reacción: cada nuevo impulso de una parte empujaba a la otra a esforzarse por superarlo. Lo más grave era que tanto los dirigentes del Kremlin como los mandatarios de la Casa Blanca estaban rodeados de halcones que daban por hecho el conflicto termonuclear y proponían asestar el primer golpe para sacar ventaja.
La escalada atómica
Dejando al margen las diferencias políticas y ciñéndose a las militares, la cuestión estratégica central residía en la proximidad de los misiles nucleares a tierra enemiga. No sólo porque así mejoraban la precisión en el blanco, sino sobre todo por una cuestión de tiempo. En sus delirios apocalípticos, los técnicos nucleares daban por sentado que los primeros en atacar podrían terminar con
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