ALIMENTAR EL FUTURO
Cuando a Nicasio Díaz Che le dijeron que para preparar la tierra de su milpa no debía quemar, le pareció absurdo. Bien sabía él –así se lo habían enseñado de niño– que prenderle fuego al terreno es esencial. Sólo así las cenizas pueden nutrir la tierra y dejarla lista para el cultivo.
“Préstanos una hectárea –insistieron–. Tú siembra el resto como siempre lo haces, pero prueba lo que te decimos en ese pedazo”.
Así lo hizo. Un investigador vino a enseñarle cómo preparar la tierra. Básicamente era lo mismo: rozar y tumbar las cañas y hojas de maíz, pero debía dejar todo ese rastrojo esparcido como una cama sobre el terreno. Así retiene más la humedad y proteje la tierra del Sol, le explicaron “los del CIMMYT”, siglas del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo.
Cuando llegó el momento de sembrar, Nicasio notó que la tierra de esa parcela se sentía apenas un poco diferente del resto. Le habían advertido que con esta forma de cultivo, conocida como agricultura de conservación, los cambios se evidenciaban a mediano y largo plazo. Pero lo que vio fue suficiente para que al año siguiente lo volviera a intentar. También implementó otra de las sugerencias que le dieron: en lugar de plantar sus semillas entre el rastrojo a la distancia que acostumbraba, lo hizo más cerca unas de otras. En el argot de los agronómos, “un nuevo arreglo topológico para aprovechar mejor el espacio”.
Esas sencillas acciones repercutieron en 2,200
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