LA MUERTE ES COSA DE VAGOS
LA BÚSQUEDA DE LA INMORTALIDAD ha sido, desde siempre, algo que subyace en toda arquitectura. Desde las pirámides, que se cree que fueron diseñadas como escaleras gigantescas para que el alma del faraón fallecido pudiera ascender a los cielos, al llamado, grandilocuentemente, Coliseo de Nueva York –el centro de convenciones construido en 1956 y demolido en 2000 y que fue la apuesta con la que Robert Moses quiso equipararse a los emperadores romanos–, muchas estructuras se crean con la mirada puesta en su vida eterna.
Pero Madeline Gins y su esposo, Shusaku Arakawa (al que se conocía simplemente por su apellido), artistas conceptuales y arquitectos amateur neoyorquinos de los años sesenta, y considerados como el puente entre los movimientos Dadá y Fluxus (llegaron a participar con un happening en España en los famosos Encuentros de Pamplona de 1972), adoptaron una actitud más literal, aunque extravagante, para “engañar” a la muerte: la pareja afirmaba creer que sus construcciones podrían realmente ofrecer a sus residentes alcanzar la vida eterna.
La filosofía de la pareja, que contaba con un gran número de admiradores, desde el novelista italiano Italo Calvino (quien escribió algún texto para alguna de sus exposiciones en galerías) hasta el poeta Robert Creeley, la bautizaron como “Destino reversible”. Argumentaban que vivir demasiado cómodamente era catastrófico para la condición humana. En cambio, Gins –nacida en Long Island y que también era poeta– y Arakawa –que llegó a Nueva
