LEB RON
Rey tiene larga vida y aún no está dispuesto a ceder el trono. Juega, deslumbra, roba el aliento. Maravilla, emociona. Polemiza. Rompe récords. Inspira a los fanáticos del baloncesto y, al mismo tiempo, es la peor pesadilla de sus rivales. Ver al originario de Akron, Ohio, en acción sobre la duela es un acontecimiento comparable, si acaso, con haber asistido a un concierto de The Beatles en la década de los sesenta o haber visto a Maradona en sus mejores tiempos en Nápoles, antes de que las adicciones y el escándalo lo sumergieran en un pozo de ignominia. Algo, pues, que pocas veces se repite en la historia. Cuando uno ve a LeBron James, sin importar el color de la casaca ni el equipo al que uno apoye, sabe que está ante un deportista de excepción. Esos que, cada cierto tiempo, aparecen para recordarnos que, entre nosotros, los mortales, se esconden súper humanos dispuestos a hacer de lo ordinario lo extraordinario. El Rey es uno de ellos.
No hay nadie que lo niegue: Lebron James es el jugador más importante de las últimas dos décadas. Y el que se atreva a hacerlo, a negarlo, sólo será una voz solitaria en medio de una multitud escandalosa. Es decir, un pino en medio de un bosque tropical o una palmera en la tundra. Si acaso, un silencio perdido en un mar de aplausos o un llanto solitario entre una muchedumbre risueña. Es absurdo, por lo tanto, ir contra la corriente y oponerse a reconocer
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