STAR WARS
ES media mañana en Beverly Hills, California, y J.J. Abrams está sentado ante ESQUIRE. Atrás de él aún se escuchan las risas de actores que han abandonado la habitación, su jugueteo es cual niños traviesos que acaban de contarme algo que su director hacía entre corte y corte de la filmación de Star Wars: El ascenso de Skywalker, cuando él se ponía a rapear en medio de escenarios de princesas, pilotos espaciales y droides protocolarios.
“¿No te ha pasado a veces que escuchas un beat en tu interior y que sientes la urgencia de hacerlo real… de sacarlo de ti? Entonces, cuando te colocan en las manos un micrófono, conectado a un amplificador, y te das cuenta que con tu boca –según la coloques encima o en el dorso de la cabeza del micro– generas distintos sonidos, y una vez que entiendes eso descubres que tienes en tus manos un aparato de percusión”, dice Abrams con rostro de pillado, que usó su sentido de improvisación para animar a la centena de actores y miembros del staff de producción, de la película no solamente más esperada del año, sino aquella que toda una generación comenzó a soñar en 1983 cuando Star Wars cerró su telón tras el estreno del Episodio VI: El regreso del jedi, aparentemente para siempre y dejándonos a su héroe Luke Skywalker viendo con optimismo al horizonte.
Pero en el cine, al igual que en el Universo, el George Lucas, regresó entre 1999 y 2005, para contarnos los inicios de la familia Skywalker en las llamadas precuelas, episodios I al III, para una década después –y con la compra de Disney a Lucasfilm– Abrams se sumara al para encargarse de (2015), detonándose de esta manera las últimas tres películas de nueve, que conforman la evolución de la familia de Luke y sus amigos.
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