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En Ciudad del Cabo, sentada en su jardín rodeadode sofisticadas medidas de seguridad, Clare Wald,octogenaria escritora mundialmente aclamada, revisitasu vida a medida que responde a las preguntas de su jovenbiógrafo, Sam Leroux, quien acaba de regresar de NuevaYork a su Sudáfrica natal .

En paralelo, Clare escribe el que puede ser su último libro,una autobiografía encubierta bajo el título de Absolución.

Con un talento descomunal para ser su primera novela,Patrick Flanery despliega ante el lector el pasado de Clare,su matrimonio roto, la obsesión por su hija Laura quedesapareció sin dejar rastro tras afiliarse a la lucha armadacontra el régimen del apartheid, su colaboración con lacensura, su participación en el asesinato de su hermana.Pero a la vez siempre queda un velo de duda. ¿Fue eso loque ocurrió? ¿O es fruto de la mente novelística de Clare?¿Puede alguien enfrentarse abiertamente a su pasado? ¿Quépapel juegan en todo ello los propios fantasmas de Sam?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2014
ISBN9788415472544
Absolución

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    Absolución - Patrick Flanery

    © Andrew van der Vlies

    PATRICK FLANERY nació en California en 1975 y se crió en Omaha, Nebraska. Tras estudiar cinematografía en la Tisch School of the Arts de la Universidad de Nueva York, trabajó durante tres años en la industria del cine antes de trasladarse al Reino Unido donde se doctoró en Literatura Inglesa contemporánea por la Universidad de Oxford. Publica regularmente artículos sobre cine y literatura británica y sudafricana en revistas académicas y también en Slightly Foxed y en el Times Literary Supplement. Actualmente vive en Londres. Absolución es su primera novela.

    Una primera novela fuera de lo común, que hace pensar. Flanery es un novelista inteligente y excepcionalmente dotado y solo acaba de empezar.

    THE NEW YORKER

    Flanery es un escritor de talento que puede compararse con grandes nombres como Philip Roth y Margaret Atwood.

    THE DAILY BEST

    Un thriller literario cuya escritura es indudablemente de primera clase.

    THE OBSERVER

    En Ciudad del Cabo, sentada en su jardín rodeado de sofisticadas medidas de seguridad, Clare Wald, octogenaria escritora mundialmente aclamada, revisita su vida a medida que responde a las preguntas de su joven biógrafo, Sam Leroux, quien acaba de regresar de Nueva York a su Sudáfrica natal.

    En paralelo, Clara escribe el que puede ser su último libro, una autobiografía encubierta bajo el título de Absolución.

    Con un talento descomunal para ser su primera novela, Patrick Flanery despliega ante el lector el pasado de Clara, su matrimonio roto, la obsesión por su hija Laura que desapareció sin dejar rastro tras afiliarse a la lucha armada contra el régimen del apartheid, su colaboración con la censura, su participación en el asesinato de su hermana. Pero a la vez siempre queda un velo de duda. ¿Fue eso lo que ocurrió? ¿O es fruto de la mente novelística de Clara? ¿Puede alguien enfrentarse abiertamente a su pasado? ¿Qué papel juegan en todo ello los propios fantasmas de Sam?

    Para

    G.L.F. y A.E.V.

    I

    Sam

    –Según me dicen, señor Leroux, nos conocimos en Londres, pero no lo recuerdo –comenta ella, procurando erguir el cuerpo, obligándolo a permanecer recto allí donde se le resiste.

    –Así es. Nos conocimos. Pero fue un encuentro breve. –En realidad no fue en Londres sino en Ámsterdam. Ella recuerda una ceremonia de entrega de premios en la que yo no estaba. Yo recuerdo el congreso de Ámsterdam en el que di una charla, invitado como joven promesa, experto en su obra. En aquella ocasión me cogió la mano encantadoramente. Estaba risueña y juvenil, y un poco achispada. Esta vez no percibo el menor indicio de embriaguez. Nunca hemos coincidido en Londres.

    Y estuvo también aquella otra vez, claro.

    –Por favor, llámeme Sam –digo.

    –Mi editor me ha hablado bien de usted. Aunque no me gusta su aspecto. Se le ve muy moderno. –Al pronunciar la última sílaba, contrae los labios y separa los dientes. Entre ellos asoma una lengua gris.

    –No sé qué decirle –respondo, y no puedo evitar sonrojarme.

    –¿Es usted moderno? –Despliega de nuevo los labios, enseña los dientes. Si eso pretende ser una sonrisa, no lo parece.

    –No lo creo.

    –Su cara no me suena de nada. Ni su voz. Sin duda me acordaría de esa voz. Ese acento. Dudo mucho que nos hayamos visto antes. Al menos en esta vida, como dicen algunos.

    –Nos vimos muy brevemente. –Estoy a punto de recordarle que aquella vez estaba borracha. Afecta desinterés en esta entrevista, pero bajo su aburrimiento se advierte demasiada energía.

    –Conviene que sepa que me he prestado a este proyecto bajo coacción. Soy muy mayor, pero eso no significa que tenga intención de morirme en fecha próxima. Usted, sin ir más lejos, podría morir antes que yo, y sin embargo nadie muestra la menor prisa por escribir su biografía. Podría morir en un accidente esta misma tarde. Atropellado en la calle. O víctima de un asalto en la carretera.

    –Yo no soy importante.

    –Eso es verdad. –Un asomo de sonrisa de suficiencia se dibuja en la comisura de sus labios–. He leído sus artículos y no creo que sea un imbécil. Aun así, lo cierto es que no veo esto con gran optimismo. –Me mira fijamente, cabeceando. Apoya las manos en las caderas y se la nota un poco torpe, o al menos más torpe de lo que yo la recordaba–. Habría elegido yo misma a mi biógrafo, pero no sé de nadie dispuesto a asumir la tarea. Soy un hueso duro de roer. –Percibo un amago del aire juvenil que vi en Ámsterdam, algo cercano al coqueteo pero no exactamente eso, como si esperase que cualquier hombre la encontrara atractiva por el mero hecho de ser hombre, y debo admitir que todavía posee cierta belleza.

    –Seguro que muchos aceptarían sin pensárselo dos veces –afirmo, y parece sorprenderse. Cree que coqueteo también yo y me dedica una sonrisa que casi parece sincera.

    –Ninguno de los que yo elegiría. –Mirándome desde lo alto de su famosa nariz, mueve la cabeza en un gesto severo, una maestra en actitud de reprimenda. Por alto que yo sea, ella lo es más aún, una giganta–. Escribiría yo mi autobiografía, pero creo que sería una pérdida de tiempo. Nunca he escrito sobre mi vida. No tengo gran fe en el valor de escribir sobre la propia vida. ¿A quién le importan los hombres a los que he amado? ¿A quién le importa mi vida sexual? ¿Por qué todo el mundo quiere saber qué hace un escritor en la cama? Tiene previsto sentarse, supongo.

    –Como usted prefiera. Puedo quedarme de pie.

    –No va a quedarse de pie todo el tiempo.

    –Si es lo que usted desea, sí –digo, sonriente, pero la disposición al coqueteo se ha acabado. Hace un mohín, señala una silla de respaldo recto y espera hasta que me siento; entonces elige una silla para ella en el extremo opuesto de la sala, y la distancia nos obliga a levantar la voz. Un gato ronda cerca y de pronto se sube de un salto a su falda. Ella se lo quita de encima y lo deja en el suelo.

    –El gato no es mío. Es de mi ayudante. No ponga en el libro que soy una mujer aficionada a los gatos. No lo soy. No quiero que la gente me vea como una vieja loca aficionada a los gatos.

    En la contraportada de sus primeros libros aparece una fotografía –la imagen publicitaria usada durante los primeros diez años de su carrera– en la que sostiene en brazos una cría de guepardo con la boca abierta, asomando la lengua como ella la asoma ahora. Induce a pensar en un lactante o en la víctima de una embolia. «Mi editor inglés insistió en esa estupidez del guepardo –me contará más adelante–, porque era eso lo que supuestamente debía tener una escritora africana, la vida salvaje aferrada a su pecho, como si amamantara al continente… en fin, todas esas trasnochadas fantasías imperialistas.»

    –¿Cómo prevé usted que se desarrolle esto? –pregunta ahora–. No piense que voy a darle acceso a mis cartas y diarios. Hablaré con usted, pero no voy a desenterrar documentos o álbumes familiares.

    –Mi idea era empezar con una serie de entrevistas.

    –¿Una manera de ir entrando en calor? –pregunta ella. Asiento con la cabeza, me encojo de hombros, saco una pequeña grabadora digital. Ella deja escapar un bufido–. Espero que no piense que vamos a hacernos amigos en el transcurso de esto. No pasearé con usted por mi jardín ni visitaremos museos juntos. No «voy de copas». No le transmitiré la sabiduría de los ancianos. No le enseñaré a llevar una vida mejor. Esto es un acuerdo profesional, no un idilio. Soy una persona ocupada. Tengo previsto sacar un libro nuevo el año que viene, Absolución. Imagino que tendré que dárselo a leer, a su debido tiempo.

    –Eso lo dejo en sus manos.

    –He leído sus artículos, como ya le he dicho. No está del todo equivocado en sus planteamientos.

    –Quizá usted puede corregir algunos de mis errores.

    Clare no ha abierto la puerta cuando he llegado. Marie, la ayudante de ojos de escarabajo, me ha acompañado a una sala de recepción con vistas al jardín delantero, el largo camino de acceso, el alto muro periférico, coronado con alambre de espino dispuesto y pintado a imagen de una hiedra emparrada, y la verja electrónica que corta el paso desde la calle. La finca está controlada por cámaras de seguridad. Clare ha elegido una habitación fría para nuestra primera entrevista. Tal vez sea la única sala de recepción. No… una casa de este tamaño por fuerza tiene más de una. Debe de haber otra, una mejor, con vistas al jardín trasero y la montaña que se alza sobre la ciudad. Me llevará allí la próxima vez, o de un modo u otro la encontraré yo mismo.

    Tiene el rostro más estrecho de lo que cabría pensar viendo sus fotografías. En las mejillas, allí donde hace cinco años, en Ámsterdam, se observaba cierta lozanía, la salud se ha replegado y ahora la tez se ve agrietada, como el fondo de un lago en época de sequía. No guarda ningún parecido con las fotografías. Su revuelta mata de pelo rubio y rebelde ha encanecido del todo, y si bien lo tiene ralo y quebradizo, conserva algo de su antiguo lustre. Su abdomen se ha dilatado. Es una mujer casi en la vejez extrema, pero aparenta menos edad, unos sesenta en lugar de los muchos años que realmente tiene. Está morena y la línea de su mandíbula presenta una tensión plástica. Aunque un poco cargada de espaldas, procura mantenerse erguida. Su vanidad me provoca un destello de ira. Pero no soy quién para juzgar eso. Ella es como es. Yo estoy aquí para otra cosa.

    –Espero que se haya traído la comida y la bebida. No tengo intención de alimentarlo mientras usted se alimenta de mí. Puede usar el servicio que hay al final del pasillo, a la izquierda. Pero tenga la bondad de acordarse de bajar la tapa cuando acabe. Me predispondrá a cierta simpatía. –Entorna los ojos y parece esbozar otra sonrisa de suficiencia, pero no sabría decir si habla en broma o en serio.

    –¿Va a grabar estas conversaciones?

    –Sí.

    –¿Y también tomará notas?

    –Sí.

    –¿Está encendida?

    –Sí. Está grabando.

    –¿Y bien, pues?

    –Soy previsible. Me gustaría empezar por el principio –digo.

    –No encontrará ninguna clave en mi infancia.

    –Discúlpeme, pero no es ésa la intención. La gente quiere saber. –De hecho, apenas se sabe nada de su vida, aparte de los exiguos datos de dominio público, y lo poco que ella se ha dignado a admitir en sus entrevistas anteriores. Su agente en Londres distribuyó hace cinco años una biografía oficial de una sola página cuando las peticiones de información eran ya abrumadoras–. Sus abuelos por ambas líneas eran granjeros.

    –No. Mi abuelo paterno tenía una granja de avestruces. El otro era carnicero.

    –¿Y sus padres?

    –Mi padre era abogado. El primero de su familia en ir a la universidad. Mi madre era lingüista, académica. Yo no los veía mucho. Venían a cuidarme mujeres, chicas. Mi padre hacía bastante trabajo pro bono, me parece.

    –¿Eso incidió en su propia postura política?

    Deja escapar un suspiro y adopta un aire de decepción, como si yo no hubiese entendido un chiste.

    –Yo no tengo postura política. No me interesa la política. Mis padres eran liberales. Cabía esperar que yo también lo fuese, pero pienso que mis padres eran liberales a regañadientes como muchos en su generación. Sería mejor hablar de izquierda y derecha, o de progresistas y retrógrados, o incluso de opresores. Yo no soy una absolutista. La orientación política es una elipse, no un continuo. Si uno se desplaza lo suficiente en una dirección, termina poco más o menos en el punto de partida. Pero eso es política. Y la política no es el tema que nos atañe, ¿verdad?

    –No necesariamente. Pero, en su opinión, ¿es difícil para un escritor participar en la crítica al gobierno?

    Tose y se aclara la garganta.

    –No, desde luego que no.

    –Lo que quiero decir es si, por el hecho de ser uno escritor, resulta más difícil criticar al gobierno.

    –Más difícil que ¿qué?

    –Más difícil que si fuera un ciudadano de a pie, por ejemplo.

    –Pero yo soy una ciudadana de a pie, como usted dice. Según mi experiencia, los gobiernos en general prestan muy poca atención a lo que tienen que decir los ciudadanos de a pie, a no ser que lo digan al unísono.

    –Lo que en realidad quiero preguntar…

    –Pues pregúntelo.

    –Lo que quiero preguntar es si opina usted que es más difícil criticar al gobierno actual.

    –Desde luego que no. El hecho de que haya sido elegido democráticamente no le otorga inmunidad ante la crítica.

    –¿Piensa que la narrativa es esencial para la oposición política? –Me arrepiento nada más decirlo, pero, sentado ante ella, me es imposible plantear todas esas preguntas cuidadosamente formuladas que he preparado durante meses.

    Se ríe, y la risa se convierte en otro arranque de tos y un posterior carraspeo.

    –Tiene usted una idea muy rara de la finalidad de la narrativa.

    Procuro ganar tiempo, sintiendo su mirada fija en mí mientras examino mi laberinto de notas. Ingenuamente, había dado por supuesto que todo iría como la seda. Decido preguntarle por su hermana; ahí es imposible negar la importancia de la política. Mientras trato de dar forma a la pregunta en mi cabeza, ella vuelve a aclararse la garganta, como para decir, «Vamos, esfuércese un poco más», y yo, precipitándome, planteo otra pregunta que no quería hacer.

    –¿Tiene hermanos?

    –Eso ya lo sabe, señor Leroux. Aquello ocurrió en el clímax de un período turbulento. Es un asunto de dominio público. Pero me niego en redondo a hablar de mi hermana.

    –¿Ni siquiera ciñéndose a los simples hechos?

    –Los hechos conocidos del caso constan en las actas judiciales y en innumerables recortes de prensa. Sin duda usted ya los ha leído. Todo el mundo los ha leído. Un hombre que actuaba solo, según él. El tribunal descubrió que en realidad no actuaba solo, y sin embargo no detuvieron a nadie más. Al igual que muchos otros, murió bajo custodia policial. A diferencia de muchos otros, él sí había cometido un crimen, o al menos nunca lo desmintió. Yo no puedo añadir nada, a excepción de la experiencia de la familia victimizada, y eso no aporta nada nuevo. Todos sabemos lo mucho que sufre una persona a causa de la muerte violenta e inesperada de un familiar. En esencia no es un proceso distinto para la familia de un inocente asesinado y para la familia de un criminal ajusticiado. Es una vivisección. Es una amputación. Ninguna prótesis puede sustituir el miembro perdido. La familia queda mutilada. Eso es lo único que deseo decir.

    *

    Pese a que en principio debía ser nuestra segunda sesión, Clare hoy no puede o no quiere verme. Voy, pues, a los Archivos Oficiales de la Provincia Occidental del Cabo, aparco en Roeland Street y saludo con la cabeza al guardacoches que está a la sombra de una furgoneta. Me dirige una sonrisa servil y emite una especie de sonido de asentimiento. Vivo siempre con los nervios a flor de piel, esperando lo peor. En el aeropuerto yo era un extranjero, pero al cabo de una semana, ayer mismo en el mercado, volvía a ser un lugareño más. Ante un puesto de lechugas, una mujer me habló, esperando una respuesta. Hace una década habría encontrado las palabras adecuadas. Tuve que mover la cabeza en un gesto de negación. Sonreí y me disculpé, explicando que no hablaba el idioma, que no lo comprendía. Ek is jammer. Ek praat nie Afrikaans nie. Ek verstaan jou nie. He perdido demasiado el afrikaans para poder contestar. No sabía qué decir sobre la lechuga o el pescado, el vis. La mujer pareció sorprenderse; luego se encogió de hombros y se marchó, mascullando con aspereza, suponiendo quizá que yo sí sabía hablar su idioma pero me negaba a hacerlo.

    Los Archivos Oficiales ocupan desde hace unos veinte años el edificio que en otro tiempo fue una cárcel. El guardacoches me observa mientras subo por la escalinata y cruzo la antigua verja verde del muro exterior, del siglo XIX. Dentro hay decrépitas mesas de picnic y parterres con plantas, y más allá se alza el nuevo edificio, una construcción dentro de una construcción. Firmo en el registro, dejo mi bolsa en una taquilla y llevo mi equipo a la sala de lectura. Al principio la mujer que atiende tras el mostrador, una tal señora Stewart, no sabe muy bien qué quiero. Cuando por fin me comprende, parece un tanto alarmada, pero asiente con la cabeza y me pide que tome asiento mientras envía a alguien a por los dossiers. Todas sus frases presentan una inflexión ascendente hacia el final, una entonación que lo convierte todo en pregunta sin preguntar directamente. Unos años atrás el personal me habría permitido revolver yo mismo entre las pilas de papeles; algún amigo mío tuvo esa suerte, y encontró cosas que teóricamente no debería haber encontrado. Ahora todo está más organizado, es más profesional, pero las esperanzas de que se repita algo así son mínimas.

    Las demás personas presentes en la sala parecen genealogistas aficionados indagando en sus antecedentes familiares. Cuando aparece en mi mesa el montón de carpetas marrones con llamativos sellos rojos, tengo la sensación de que todos me miran, preguntándose qué clase de documentos estoy consultando, quizá no confidenciales pero todavía marcados. Saco la cámara y el trípode y me paso la mañana fotografiando una hoja tras otra.

    A la hora del almuerzo, dos mujeres de la sala de lectura me abordan en el vestíbulo.

    –¿Investiga sus antecedentes familiares? –pregunta una de ellas con la misma inflexión ascendente de la señora Stewart.

    –No. Es para un libro. Consulto los expedientes del Consejo de Control de Publicaciones. La censura.

    –Aaah –dice la otra con un gesto de asentimiento–. ¡Qué interesaaante!

    Charlamos un momento. Yo les pregunto por sus indagaciones. Son hermanas y buscan información sobre sus antepasados, rastreando a lo largo de los siglos entre personas con el mismo nombre para dar con el Hermanus Stephanus o la Gertruida Magdalena correspondientes.

    –Suerte con sus investigaciones –dice la primera cuando nos despedimos en la escalinata–. Espero que encuentre lo que busca.

    Doy al guardacoches lo que considero justo. Siempre me parece una cantidad excesiva o insuficiente. Más tarde le pido a Greg su parecer. Confío en su opinión porque nos conocemos desde que estudiábamos en Nueva York, y porque es el amigo más social y moralmente comprometido que conservo en el país. Cuando le anuncié que regresaba, y que mi mujer se reuniría conmigo más adelante este mismo año para incorporarse a su nuevo destino en Johannesburgo, Greg insistió en que me alojara en su casa todo el tiempo que pasara en Ciudad del Cabo.

    –Nunca es demasiado, porque ellos lo necesitan más que tú –dice, manteniendo a su hijo en equilibrio sobre una rodilla–. Igual que si te roban el coche de alquiler o alguien se lleva la radio o los tapacubos, tienes que decirte que quienquiera que se lo haya llevado lo necesita más que tú. Es la única manera de vivir uno consigo mismo.

    –No me gusta que parezca caridad.

    –Piensa en esos cabrones que les dan cincuenta céntimos, y aun gracias. El dinero no es un insulto. La caridad no tiene nada de malo. No todo debe ser un pago a cambio de servicios prestados, por informales que éstos sean. Y si eres turista, tu deuda con ellos es un poco mayor.

    –Yo ya no me veo como turista. Ahora he vuelto.

    –Hace mucho tiempo que no eres de aquí, Sam, al margen de la camisa que te pongas o la música que escuches. ¿Y quién sabe si te quedarás mucho tiempo? Sarah estará destinada aquí… ¿cuánto? ¿Dieciocho meses?

    –Tres años si ella quiere.

    –Pero después os iréis a otro sitio. Eso quiere decir que eres un turista. No hace falta que te sientas mal por ello. Basta con que lo recuerdes.

    –¿Y tú cuánto das?

    –A ver, no, yo doy menos de lo que espero que des tú, porque yo doy todos los días y llevo años dando. Trabajan para mí una niñera que viene seis días por semana, un jardinero que viene dos veces por semana, una mujer de la limpieza que viene tres veces por semana, y entrego paquetes de sopa al viejo que viene a mi puerta cada viernes. Doy dinero a la mujer de la limpieza y a la niñera para que lleven a sus hijos al colegio. Les compro los uniformes y les pago la asistencia médica. Cuando aparco en la ciudad, no doy a los guardacoches tanto como espero que des tú porque ya doy mucho, y además, para tu información, ni siquiera eso es suficiente. Y ya no doy comida a la gente que viene a la casa, excepto al viejo, porque él nunca está borracho. Así que soy uno de los cabrones a quienes detesto. Pero vosotros los turistas debéis dar un poco más.

    Habla deprisa, y entretanto su hijo juega con las cuentas de su collar.

    –Dylan, no tires del collar de papá. –Sonriente, levanta la vista para mirarme–. He pensado que esta tarde podríamos ir al puerto. Han abierto una zumería nueva y me apetece salir de compras. Dejaremos a Dylan con Nonyameko. Luego podemos ir al cine.

    *

    Otro día. Clare me acompaña a la misma sala donde mantuvimos la primera entrevista. Esta vez me ha abierto ella misma la verja por medio del interfono y ha salido a recibirme a la puerta. Debe de ser el día libre de la ayudante. Volvemos a sentarnos en las mismas sillas. El gato atraviesa la sala, sólo que en esta ocasión le da por subirse a mi regazo, no al de ella. Ronroneando, me babea el vaquero y me hinca las garras en las piernas.

    –A los gatos les gustan los necios –dice Clare, muy seria.

    –¿Podemos volver al tema de su hermana?

    –Sabía que no dejaría usted descansar a Nora en paz ni siquiera en su muerte. –Se la ve cansada, más demacrada aún que la primera vez. Sé que la historia de su hermana implica desviarse de la ruta principal. Ésta no es la historia que de verdad me interesa, pero podría ser un camino más largo para llegar hasta ahí.

    –¿Su hermana tuvo siempre inclinaciones políticas?

    –Creo que ella se consideraba apolítica, como yo. Pero eso no es del todo correcto. Yo no soy apolítica. Me interesa la política en privado. Pero si uno elige una vida pública, ya sea por vocación, vinculación o matrimonio, eso ya es otra cosa. Ella eligió una vida pública al casarse con una figura pública.

    –¿La vida de una escritora no es una vida pública?

    –No –responde ella, y sonríe, condescendientemente o, me gustaría creer, porque le divierte la controversia–. En este país y en aquellos tiempos había que ser un inconsciente para adoptar una postura apolítica, si uno era una figura pública. Ella fue víctima de su propia ingenuidad. Debería haber sabido que estaba condenándose a muerte. Pero era la primogénita. Nuestros padres cometieron errores. Quizá la dejaron llorar en la cuna en lugar de consolarla. O fueron estrictos cuando deberían haber sido confiados. Ella siempre me tuvo celos porque a mí me dejaron afeitarme las piernas y pintarme los labios a los trece años, llevar las faldas por encima de la rodilla, decolorarme el bigote de colegiala. Era evidente que conmigo no aplicaron los mismos parámetros, y ella eso lo veía. Nuestros padres la ataron corto hasta los dieciséis. No estudió en la universidad. Para ella, el matrimonio fue una manera de huir de unos padres autoritarios, para pasar a una cultura aún más autoritaria. Yo tuve más suerte.

    –Usted se educó en el extranjero. –Ya sé todo esto. Estoy poniendo los cimientos. Todo lo demás se apoyará sobre  esto.

    –Sí. El internado aquí, la universidad en Inglaterra. Después una etapa en Europa.

    –Y luego volvió aquí, en una época en que muchas personas vinculadas al movimiento anti-apartheid, sobre todo escritores, empezaban a marcharse al exilio.

    –Así es. Eso fue antes de que yo publicara. Quería volver, formar parte de la oposición, de la poca que había.

    –¿Tiene una mala opinión de quienes emigraron?

    –No. Algunos no tenían mucha opción. Estaban proscritos, ellos o sus familias recibían amenazas, y algunos fueron a la cárcel. O se marcharon durante una temporada, para estudiar en el extranjero, y se encontraron con que, por sus actividades políticas, no podían regresar, o sencillamente se dieron cuenta de que era mucho más fácil en muchos sentidos quedarse en Inglaterra o Estados Unidos o Canadá o Francia, y tanto mejor para ellos, supongo, si eso es lo que querían, si eso es lo que creían que necesitaban hacer. A mí no me amenazaron, en general, y por tanto me quedé… o mejor dicho, regresé y me quedé. ¿Estas preguntas nos llevan a alguna parte? ¿Qué puede decir eso de mí?

    Cuando nos vimos en Ámsterdam, ella estaba ebria por la adulación y por el champán. Como consecuencia, se mostró efusiva y magnánima, o lo pareció quizá sólo porque estaba lejos de su país y estaba siendo agasajada. Simuló que era su cumpleaños y se llevó una mágnum de champán de la recepción del congreso. En el anodino hotel turístico donde se alojaba, suplicó al conserje, en vacilante afrikaans, que le proporcionara unas copas del restaurante a fin de poder brindar con sus amigos, los viejos y los nuevos. El conserje procuró no reírse de su uso del idioma, pero surtió el efecto deseado.

    Entonces yo formaba parte del grupo, un nuevo amigo. Teniendo en cuenta el champán, no debería sorprenderme que ella haya olvidado nuestro primer encuentro, o que imagine que fue en Londres, en una ceremonia de entrega de premios, no en un congreso. Es una anciana. Su memoria no puede ser perfecta.

    Aun así, me cuesta conciliar la imagen de la escritora cuyos libros tanto aprecio, la misma que en Ámsterdam me cogió la mano con tal elegancia, con la mujer sentada ahora frente a mí. Asoma a su cara una manifiesta expresión de mofa. Provoca un recuerdo fugaz que al instante reprimo. No puedo permitirme pensar en el pasado, todavía no.

    Absolución

    No fue uno de esos despertares lentos habituales en plena noche, aflorando desde el fondo del sueño. Clare no tenía la vejiga llena, no había consumido cafeína el día anterior. La ventana estaba abierta, pero los ruidos exteriores, por lo general, no perturbaban su sueño. Intuitivamente supo que algo pasaba. Al despertar, hiperventilaba y el corazón le latía tan fuerte que, en caso de haber alguien en la habitación, el sonido la habría delatado.

    Durante años se había resistido a colocar alarmas, insistiendo en que bastaba con las cerraduras: cualquiera tan resuelto como para forzar los cerrojos, los cristales de seguridad y las rejas de las ventanas se merecía el botín que, una vez dentro, eligiera. ¡Pero cómo lamentaba ahora no tener una alarma, y uno de esos botones avisadores que habían decidido instalar junto a la cama sus amigos y su hijo, sus primos dispersos, todos! Sabía asimismo que el ruido no podía proceder de Marie, que sin duda dormía en el piso superior. Procedía de abajo. Si Marie hubiese bajado, Clare la habría oído recorrer el pasillo.

    En un intento de desacelerar su ritmo cardíaco, se dijo, «Hay silencio, sólo hay brisa», un viejo mantra que había aprendido de niña. Las cortinas se agitaban en torno a las rejas de seguridad. No eran los objetos de valor su mayor preocupación. Podían llevarse los aparatos electrónicos, que no eran nada del otro mundo, o incluso la plata, la cristalería, si es que a los ladrones les interesaban aún esas cosas. Era el enfrentamiento lo que la aterrorizaba, la amenaza de armas, de hombres con armas. «Hay silencio, sólo hay brisa. Uno, dos, tres, cuatro, despacio, cinco, seis, siete.» Ya se había serenado y casi la vencía de nuevo el sueño cuando oyó el inconfundible vaivén de una puerta en sus bisagras, metal en rotación contra metal no lubrificado, y la parte inferior de la puerta al atascarse y vibrar contra la esterilla de fibra de coco del zaguán. Y arriba un movimiento, un crujido en el entarimado. También Marie lo había oído.

    Clare se abalanzó hacia el teléfono en la oscuridad, pero cuando se llevó el auricular al oído, percibió sólo un silencio hueco. Aunque no disponía de móvil, ignoraba si ése era también el caso de Marie, en quien podía confiarse a la hora de encontrar soluciones. ¿Cuánto hacía que había oído el roce de la puerta contra la esterilla? ¿Treinta segundos? ¿Dos minutos? Un olor empezó a ascender escaleras arriba, penetrante y acre, químico, no era un olor propio de su casa. Y luego otro sonido, presión en el primer peldaño, una tabla suelta, y una inhalación de aire colectiva, ¿o eso habían sido imaginaciones suyas? Podría haber cerrado la puerta, pero había perdido la llave hacía tiempo; sería incapaz de huir por la ventana, bajo la cama no había espacio para esconderse, el armario estaba demasiado lleno, no tenía baño en su dormitorio. Lo valiente sería incorporarse en la cama, encender la luz y esperar a que llegasen, o decir a gritos, «¡Llevaos lo que queráis! ¡Me da igual!», pero le faltaba la voz y tenía el cuerpo paralizado. Habría chillado si la garganta se lo hubiese permitido.

    Más segundos, un minuto, silencio, o quizá no oía nada de tan alterada como estaba. Había en el suelo una piedra granítica que usaba como tope para la puerta, casi una pequeña roca, y la levantó del suelo para meterla en la cama, pensando: y con esto ¿qué? ¿Iba a lanzársela a sus agresores? ¿Aún era posible repeler a los hombres con palos y piedras? ¿O se requería algo más contundente? De pronto ésas eran cosas que consideraba necesario saber.

    Mientras acomodaba la roca en sus brazos, aparecieron ante ella cuatro hombres encapuchados, sus imágenes reflejadas en el cristal de la fotografía enmarcada que colgaba en la pared frente a la cama. Pasaron en fila india por el pasillo, portando armas recortadas en sus manos enguantadas. Las armas fueron, de hecho, un morboso alivio, algo menos íntimo: la muerte sería rápida. La potencia de las armas no le era ajena.

    El último de los cuatro hombres se volvió, miró hacia el interior de la habitación y olfateó el aire. Tenía una congestión nasal. Ella lo oyó a la vez que mantenía los ojos muy cerrados, haciendo ver que dormía, con la esperanza de que el estado de vigilia no emanase aroma alguno. Percibió el olor del hombre, ácido y penetrante, y el hedor metálico del arma y sus lubrificantes. El corazón le palpitaba con estridencia. ¿Cómo era posible que él no lo oyera? Sí lo oyó, se volvió hacia el pasillo en busca de sus compañeros, pero éstos ya habían seguido escaleras arriba: un roce de pies, un forcejeo, Marie sometida.

    El hombre se abalanzó sobre ella con todo su peso: las manos enguantadas, la cara cubierta por un pasamontañas, y el sonido de su respiración congestionada. Repentinamente, en un solo movimiento, la piedra que sostenía en las manos fue a parar al suelo, y él se apretó contra ella, la palpó, buscó a tientas con una mano el camino para penetrar en ella, manteniendo la otra, revestida por el guante de piel encerada, sobre su boca, la asfixia, ella con la nariz casi tapada, el corazón acelerado.

    No, eso lo había imaginado.

    Pero sí percibía su olor y el hedor metálico del arma. El corazón le palpitaba con estridencia. ¿Cómo era posible que él no lo oyera, allí de pie en el umbral de la puerta? Pero en ese momento se apartó del vano, se reunió con los otros, y juntos avanzaron sigilosamente por el pasillo.

    Debían de haber tenido la casa bajo vigilancia, y sabían, pues, que allí sólo vivían dos mujeres, dos mujeres seguramente desarmadas. Y sabían que no había alarma, ni alambre de espino ni valla electrificada ni, detalle vital, tampoco perros.

    Clare palpó la roca, blanquecina y pesada en sus brazos, apoyada a un lado. Estaba húmeda de sudor y olía a tierra. La había extraído de la antigua zona de rocalla del jardín al abrir espacio para un huerto. Si al menos aquellos hombres cruzaran unas palabras en susurros, ella sabría si aún estaban allí. Dedujo que se hallaban en el extremo opuesto del pasillo, y lo confirmó el gemido de la tabla del primer peldaño del tramo superior de la escalera bajo la presión de un pie intruso. ¡Dios bendito! ¡Debía gritar y alertar a Marie! Pero le faltó la voz, tenía la garganta hinchada. El aire no le salía. Las cuerdas vocales no vibraban. En ella todo estaba rígido y espeso.

    Y de pronto, ensordecedoramente, cuatro detonaciones explosivas y nítidas, gruñidos ahogados, y una quinta detonación, más grave, una sexta, nítida como la primera, y luego unos pasos presurosos ante la puerta. Frente a su cama, la pared explosionó en una lluvia de yeso, cayendo al suelo el marco con la foto, esparciéndose los cristales por la madera y las alfombras. Siguió una última detonación seca, un quejido y unos pasos precipitados escalera abajo, portazos, y después silencio.

    No era un sueño, pero al despertar de él encontró a Marie de pie a su lado.

    –Se han marchado. He ido tras ellos.

    –No sabía que tuvieras un arma.

    –Usted no quería instalar una alarma –adujo Marie.

    –Ahora sí lo haré.

    –Voy a casa del vecino, a avisar a la policía.

    –¿Has matado a alguien?

    –No.

    –¿Has fallado?

    –No. Apuntaba a los brazos.

    –¿Les has dado? –preguntó Clare.

    –Sí. Uno se ha resistido. Le he disparado una segunda vez. Y luego los otros han venido a por mí. He vuelto a dispararle a uno. Ahí se me ha acabado la munición.

    –Has tenido suerte.

    –Enseguida vuelvo.

    Marie se entretuvo aún por un momento junto a la puerta para evaluar los desperfectos: los cristales en el suelo, los trozos de yeso, los montantes a la vista en la pared, el estuco exterior. El alcance de los daños sólo podría estimarse a la luz del día.

    –¿Seguro que se han marchado?

    –Se han ido en coche. La verdad es que eran muy tontos. Yo ya había anotado la matrícula antes de que subieran. Han aparcado delante de la casa.

    –Probablemente era un coche robado.

    Cuando Clare oyó salir a Marie, cerrando abajo con llave, se incorporó en la cama, todavía con sensación de sequedad y escozor en la garganta. ¿Cómo se atrevía Marie a tener un arma sin decírselo? ¿Cómo se atrevía a disparar en la casa de Clare? ¿Cómo se atrevía a dar por sentadas tantas cosas?

    Hacía años que Clare no estaba tan cerca de un tiroteo, desde unas vacaciones en la granja de su prima Dorothy en la Provincia Oriental del Cabo. En aquella ocasión el capataz resultó muerto durante un ataque, y Dorothy herida. Mataron también a los dos grandes daneses, y sólo a la mañana siguiente, cuando tuvieron la certeza de que había pasado el peligro, salieron y, dentro del recinto, cavaron fosas para los perros, donde enterraron aquellos cuerpos enormes y flácidos. Los grandes daneses no tenían una vida larga. Envolvieron el cadáver del capataz con sacos de patatas y lo cargaron en la parte trasera de la furgoneta. Dorothy, con la pierna estirada y todavía sangrante, se sentó al lado del muerto. Clare condujo durante media hora por caminos de tierra y luego a través del puerto de montaña para llegar al hospital de Grahamstown. Seguramente había alguien más con ellas, ¿tal vez su hija? Ella sólo recordaba a la prima desangrándose, el capataz y los perros muertos, y los agresores invisibles. Su hija no podía estar allí. Para entonces Laura ya había desaparecido.

    Clare no tuvo valor para salir a ver si había sangre en el pasillo, aunque sabía que sí debía de haberla, sangre como el ácido de una batería, corroyendo las alfombras y los entarimados, sangre que ya nunca podría limpiarse.

    La policía confirmó que los cerrojos y puertas no estaban forzados, y Marie insistió en que ella se había acordado, como siempre, de comprobar cerraduras y pestillos antes de acostarse; formaba parte de su rutina de cada noche en igual medida que pasarse el hilo dental. Además, tenía verdadera obsesión con la seguridad, así que no habría incurrido en un descuido así ni aun en un mal día. El cable telefónico había sido cortado en el punto de entrada a la casa. Clare permanecía de pie en la cocina, cubierto ahora el pijama con una bata blanca, el cabello recogido en un severo moño. Intentaba escuchar al policía que interrogaba a Marie, pero nadie se acercó a interrogarla a ella. Daba la impresión de que la presencia de Clare los avergonzara. En principio las mujeres no tenían que ser gigantas. En el pasillo de arriba se veían los destellos de los flashes de la policía, acompañados del agudo zumbido electrónico de las cámaras. Los expertos forenses espolvoreaban y recogían muestras. Ella se sentía como una cobarde.

    Si el delito había sido tan profesional en su ejecución, quizá la delincuencia común no era la explicación; unos delincuentes comunes, ni aún tratándose de delincuentes violentos, no dispondrían de la clase de equipo que permitía abrir una cerradura sin ningún indicio detectable de fuerza. Aparte de la sangre en el suelo y las heridas de bala en el yeso de la pared del dormitorio, la casa estaba intacta. Los daños se habían producido durante el «tiroteo», como ella consideraba que debía llamarlo, en un tono semiirónico que sacaría de sus casillas a Marie durante las semanas siguientes. «Durante el tiroteo», iniciaba una frase, o «temí que el tiroteo fuese mi última experiencia de este mundo y me pareció tal desperdicio, tal fracaso estético».

    Por lo visto, sólo se habían llevado una cosa.

    –Ha desaparecido algo –informó al policía de uniforme al frente de la investigación.

    –¿Desaparecido?

    –La peluca de mi padre.

    –No entiendo.

    –La caja de hojalata que contenía la peluca de mi padre. Era abogado. Yo la tenía encima de la chimenea. Se la han llevado.

    –¿Para qué iban a llevarse la peluca de su padre?

    –¿Y yo qué sé?

    –¿Puede describírmela?

    –Era una caja de hojalata negra, y dentro estaba la peluca de mi padre. La peluca que se ponía cuando actuaba en un juicio en Londres. De pelo de caballo. Desconozco su valor. Obviamente hay cosas de más valor que podrían haberse llevado.

    –¿De qué color era la peluca?

    –Blanca. Gris. Era muy corriente, dentro de lo que son las pelucas de abogado. Como las que salen en televisión. En las películas antiguas. En los dramas de época.

    –¿Era parte de un disfraz?

    –No. Sí. Ésa no es la cuestión –dijo Clare, procurando contener la exasperación.

    –¿Le gustaría recuperarla?

    –Claro que quiero recuperarla. Es mía. No puede significar nada para nadie, salvo para mí.

    –Excepto, quizá, para un calvo. Usted no

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