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Hostal Europa
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Libro electrónico428 páginas

Hostal Europa

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Todos oímos hablar de refugiados e inmigrantes. Hostal Europa mueve a plantearse quién es cada individuo, cuál es su pasado, qué le movió a abandonarlo todo en busca de una meta y un futuro inciertos. Este libro narra varias historias de quienes, en circunstancias diferentes y por distintos motivos, llegaron a Bulgaria pidiendo asilo. En primera persona, los protagonistas van deshilvanando sus recuerdos y esperanzas entre idas y venidas a la sórdida pensión sofiota en la que se alojan, a la que llaman Europa porque es la única Europa que conocen.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ago 2018
ISBN9788417236984
Hostal Europa

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    Hostal Europa - José Antonio Sánchez Manzano

    Primera edición digital: septiembre 2018

    Campaña de crowdfunding: Bea Lara y Beatriz Luzón

    Composición de la cubierta y maquetación: Álvaro López

    Edición: María Luisa Toribio

    Revisión: David García Cames

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2018 José Antonio Sánchez Manzano

    © 2018 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17236-98-4

    José Antonio Sánchez Manzano

    Hostal Europa

    A Inés Sánchez Sosa y a las hermanas Manzano,

    a todas ellas, por quererme y tratarme como a un hijo.

    En especial a Leonor Manzano Bayo, la madre que me parió,

    me crio y siempre me soportó.

    «Todos cuentan la Historia por las guerras en las viejas ciudades, y por más que pregunto nadie sabe describir la morada donde amasaba pan el panadero y su mujer hilaba.

    La Historia que nos cuentan es historia de una que otra batalla, pero jamás nos cuentan que entre tanto el labrador sembraba. Y que, segando el trigo de la vida, los jóvenes se amaban…».

    A. Ritro y A. Tejada Gómez. De la canción Ronda en las viejas ciudades, interpretada por Alberto Cortez

    ¡Ay mísero de mí, y ay infelice!

    Apurar, cielos, pretendo,

    ya que me tratáis así

    qué delito cometí

    contra vosotros naciendo;

    aunque si nací, ya entiendo

    qué delito he cometido:

    bastante causa ha tenido

    vuestra justicia y rigor;

    pues el delito mayor

    del hombre es haber nacido.

    Sólo quisiera saber

    para apurar mis desvelos

    (dejando a una parte, cielos,

    el delito de nacer),

    qué más os pude ofender,

    para castigarme más.

    ¿No nacieron los demás?

    Pues si los demás nacieron,

    ¿qué privilegios tuvieron

    que yo no gocé jamás?

    Soliloquio de Segismundo. La vida es sueño (1636).

    Pedro Calderón de la Barca.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Cita inicial

    I. Miércoles 23 de octubre de 2014

    II. Lunes 27 de octubre de 2014

    III. Lunes 3 de noviembre de 2014

    IV. Jueves 13 de noviembre de 2014

    V. Lunes 17 de noviembre de 2014

    VI. Lunes 24 de noviembre de 2014

    VII. Lunes 8 de diciembre de 2014

    Epílogo

    Anexo fotográfico

    Agradecimientos

    Mecenas

    Contraportada

    Nota del autor

    Algunos nombres se han modificado para aparecer en el texto por petición expresa de los protagonistas; también por motivos de seguridad.

    I. Miércoles 23 de octubre de 2014

    El centro antiguo de Sofía está repleto de discretas hospederías, más de las que se pueda percibir a simple vista al pasear por sus lóbregas calles. Por dentro, las hay que están adecentadas, mientras que otras muchas carecen del más mínimo aderezo; por fuera, y a pesar de las carencias del alumbrado público, la mayoría están bien identificadas. Sin embargo, el hostal donde comienza y por el que discurre esta historia parece escondido a propósito en las tinieblas que envuelven los edificios bajos y raídos de la calle Zar Samuel. De hecho, nada sugiere que ese ancho bloque de tres pisos sea un hostal, o siquiera que esté habitado. La fachada no tiene letrero alguno que lo indique, ni la placa con el número de la calle; además, debido a las obras, las plantas segunda y tercera están forradas de andamios, sucios plásticos de un tono amarillo desgastado y una pila de tubos de metal.

    Más allá de su aspecto externo, lo primero que atrae mi atención es esa aura de secretismo y misterio que puede adivinarse con tan sólo echar un vistazo desde la entrada. La puerta de barrotes de metal oxidados se encuentra entreabierta y un vapor caliente, pegajoso y desapacible emana del interior. Al fondo, deslumbrados por la luz de un potente foco que arroja sombras sobre la pared del lúgubre callejón que une la entrada con la parte de atrás, decenas de norteafricanos, búlgaros y, principalmente, afganos se cobijan hacinados en condiciones deplorables mientras aguardan, con más o menos fe, un golpe de suerte que les acerque a sus sueños. Cuando no están en el hostal, se les puede encontrar a cualquier hora yendo y viniendo por alguna de las muchas calles del barrio, dedicadas a héroes y personajes ilustres surgidos de los vaivenes de la dilatada historia búlgara.

    Tras diez siglos en los que la ocupación de tres imperios (bizantino, otomano y soviético) configuró el complejo presente de una pequeña nación compuesta de inmensas minorías, la República de Bulgaria forma parte de la Unión Europea, y el Zar Samuel, último emperador del Primer Imperio búlgaro hasta el 6 de octubre de 1014, da nombre a una angosta calle adoquinada que el transitado bulevar Todor Aleksandrov atraviesa y divide en dos realidades dispares. De una parte, durante los trescientos metros que discurre paralela a la comercial calle Vitosha, Zar Samuel atraviesa una zona de restaurantes, pequeños negocios y edificios emblemáticos. En dirección oeste, en el lado donde se encuentra este tétrico hostal, atraviesa casi por completo el histórico y céntrico barrio de Utch Bunar.

    Este vecindario multicultural de aspecto descuidado fue durante más de un siglo el barrio judío de Sofía. La sinagoga se ubica en la calle Ekzarh Yosif, a pocos metros del hostal y de la mezquita. De un tiempo a esta parte, tras el brusco aumento de personas procedentes de África y sobre todo de Oriente Medio que entraron en el país balcánico persiguiendo el sueño de alcanzar Europa, el barrio es conocido como la Pequeña Beirut. No obstante, según cuentan los más antiguos del lugar, conserva el mismo carácter popular y proletario de siempre, y en él, además de humildes lugareños, se concentran buena parte de la comunidad musulmana, refugiados, inmigrantes sin papeles y otras personas de destino inquieto.

    Pasadas las ocho y media de la tarde de este miércoles 23 de octubre de 2014, a poco más de cinco minutos andando del hostal, el tranvía 18 cierra sus puertas y arranca en dirección a la recién reformada plaza del puente del León, dejando atrás uno de los tramos más sombríos del bulevar María Luisa, vía principal y colindante con la Pequeña Beirut. Como cualquier otra fría y húmeda noche de otoño a estas horas, la mayoría de los comercios han echado el cierre y este rincón del centro de Sofía se vuelve silencioso, oscuro y, a ratos, desangelado. Sin embargo, de repente, un estruendo interrumpe la aparente tranquilidad. A escasos diez metros de la entrada del edificio administrativo de la Dirección de Inmigración del Ministerio del Interior, el sonido del tranvía se funde con el de las voces y golpes que dos jóvenes búlgaros, rapados y recios, propinan a un inmigrante subsahariano envuelto en una sucia gabardina gris. Este intenta a duras penas cubrirse y zafarse retrocediendo cuando uno de los jóvenes saca una mano y consigue lanzar un croché que le estalla de lleno en la parte izquierda del rostro, haciéndole perder el equilibrio y la bolsa de plástico que sujetaba. El joven, desatado cual perro rabioso, parece disponerse a rematar la faena de un puntapié, pero su compinche le frena agarrándole del brazo y señalando con la cabeza un coche de policía aparcado al otro lado del bulevar, a pocos metros del Döner Oops, un conocido restaurante de comida rápida frecuentado por afganos, kurdos y árabes. Tras un instante de vacilación, acaba por hacer caso a su amigo y escupe hacia donde está el inmigrante justo antes de salir huyendo y maldiciendo por una bocacalle cercana. Entre tanto, el hombre intenta ponerse en pie con evidentes signos de dolor, a los que se suma un leve gesto de resignación una vez incorporado. Tranquilamente, como si nada anormal hubiera pasado, como si por algún inevitable antojo el destino se hubiera cebado de nuevo con él, recoge la bolsa y prosigue su camino con la cabeza gacha y tambaleándose.

    —No hagas caso, pasa de esa gentuza —me aconseja Hassan al estrecharnos la mano en la acera de enfrente.

    —¿Sabes quiénes son? —le pregunto.

    —¡Qué va!, pero casi todas las noches te encuentras con algo así en este barrio. Cuando no es aquí es allá.

    —¿Siempre son los mismos?

    —No, cuando no son unos son otros. Unas veces la policía se dedica a dar por culo a la gente y otras veces es entre los propios inmigrantes. Bueno, la verdad es que entre los moros y los africanos hay buen rollo. Nos respetamos.

    —¿Africanos? ¿Te refieres a los subsaharianos?

    —Sí, como ese que estaba ahí. Los de Nigeria, Congo y esos países; los morenos. Me cuesta decir la palabra negro, por si alguien se ofende. No quiero parecerme a un amigo de Barcelona que siempre me decía, el cachondo: «Yo no soy racista. A mí, mientras trabaje, me da igual si es un blanco o un negro de mierda» —comenta tronchándose de risa poco antes de agarrarme del brazo y comenzar a caminar en dirección contraria a la del tranvía.

    Hassan tiene cincuenta y un años y, como acostumbra a decir, es «marrocano por los cuatro costados». Mide poco más de uno sesenta, tiene la piel oscura, los ojos ligeramente achinados, barba cana de varios días y una cicatriz en la mejilla izquierda consecuencia de un accidente de tráfico del que prefiere no entrar en detalles. Viste la misma ropa que llevaba puesta cuando nos encontramos por primera vez hace un mes: pantalones vaqueros oscuros, camisa gris de algodón y poliéster, una chaqueta de cuero negra dos tallas más grande y un gorro ajustado con el que se protege del frío y esconde su avanzada alopecia.

    Según cuenta, con diecinueve años salió de Marruecos escondido en un barco que le llevó hasta Málaga. Ha pasado casi dos tercios de su vida de manera ilegal en cinco países diferentes de la Unión Europea. Los primeros ocho años los pasó en España, y diecinueve de los últimos veinte en Alemania, donde finalmente solicitó asilo, formó una familia y trabajó durante los últimos diez años en el mercado de la compraventa de coches de segunda mano junto a su cuñado libanés. A mediados de 2013, de manera fulminante e inesperada para él, fue deportado a Marruecos. Aproximadamente un año después (el día 26 de mayo de 2014, según consta en su orden de detención) entró ilegalmente en Bulgaria desde Turquía con la esperanza, y por momentos la convicción, de que tres semanas más tarde estaría en el estado alemán de Thüringen al lado de su hija Sandra celebrando su decimotercer cumpleaños. Sin embargo, una vez más, sus planes se torcieron.

    Hoy hace una semana que decidió viajar a Sofía por su cuenta y riesgo desde el centro de recepción y registro de inmigrantes de Pastrogor, lugar donde me encontré con él por primera vez mientras visitaba el centro en mi tarea de documentar el flujo de personas que continúan atravesando la frontera con Turquía en busca de un refugio o una nueva vida en la Unión Europea. Al igual que hicieran en el último año cerca de quince mil personas en alguno de los seis centros abiertos repartidos por la geografía búlgara, en Pastrogor, a poco más de veinte kilómetros de Turquía y Grecia, Hassan aguardaba a que se resolviera su proceso de solicitud de asilo en el país balcánico.

    —A mediados de septiembre, cuando estaba en el campo de Pastrogor, poco antes de encontrarnos, me llevaron al hospital de la ciudad de Svilengrad y un médico firmó un papel que dice que Hassan El Buoduod, o sea yo, tiene una trombosis crónica en la pierna derecha y necesita ser tratado en Sofía. Así que una mujer que trabaja para la Cruz Roja le preguntó al jefe de allí y dijo que sí, que me podía cambiar de campo. ¡De eso pasó más de un mes y nada! —exclama Hassan, mostrándome el papel del hospital con la mano derecha y extendiendo el dedo índice de la mano izquierda.

    —Me temo que la burocracia aquí es lenta y están saturados —le comento.

    —Sí, yo sé cómo funciona esto —asiente en un tono más calmado—. Trabajan a su manera, hacen las cosas cuando pueden y a veces cuando les da la gana. Pero yo no podía esperar más y me vine el miércoles pasado.

    —¿Te preocupaba lo de tu pierna?

    —Sí, pero no es sólo eso. En Pastrogor estás en medio de una carretera en la que no hay nada, la aldea más cercana está a tres kilómetros. Aquí al menos tengo la oportunidad de buscarme una alternativa. Estoy desesperado por irme cuanto antes y encontrarme con mi hija. Porque, seamos realistas —repentinamente, frena en seco cerca de una esquina, junto a una cafetería bien adecentada y de moda, y se dirige al cielo con tono exasperado, cara avinagrada y señalándose con la palma de la mano derecha— ¡yo soy un moro! A mí no me van a dar los papeles. Puedo pasarme meses para que después me digan que me vaya a mi país. Lo sabes tan bien como yo.

    Si tenemos en cuenta las estadísticas de la Agencia Nacional para los Refugiados de Bulgaria, al presagio de Hassan no le falta fundamento. En los últimos cinco años, entre 2009 y 2014, de un total de 2.337 personas del norte de África y Afganistán que solicitaron asilo sólo el 5 % obtuvo algún tipo de estatuto. Durante el mismo periodo de tiempo, alrededor del 90 % de esas personas se desentendieron de su procedimiento antes de que este concluyera e intentaron de alguna manera, como dice Hassan, buscarse una alternativa. Para el Gobierno búlgaro, esta segunda estadística resulta una buena baza con la que justificar el trato dispensado a los solicitantes de asilo y las irregularidades que repetidamente denuncian las organizaciones no gubernamentales. Según estas, la excusa del «ellos no quieren quedarse» o «están de paso» no puede privar a estas personas de sus derechos más elementales y eximir al Gobierno búlgaro de sus obligaciones como país miembro de la Unión Europea.

    —Yo creo que es más fácil que una persona, con la ayuda de alguien o por su propia experiencia de la vida, resuelva su situación a que un sistema cambie. Por eso me vine a Sofía. El único problema es que el poco dinero que mi mujer puede enviarme se empieza a acabar y me hará falta… —sentencia Hassan mostrando una abultada cartera, negra y desgastada, repleta de papeles y fotografías, un billete de diez levas[1] y otro de veinte escondidos entre los papeles.

    A dos manzanas de la mezquita Banya Bashi, y tras guardarse la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta, Hassan gira a la derecha por la calle Zar Simeón, una de las más concurridas y punto neurálgico de la vida nocturna del barrio. Durante el día, esta vía estrecha y de un solo sentido es un lugar colorido y lleno de vida donde mercados locales y gentes oriundas del país se entremezclan con buena parte de las peluquerías, carnicerías, locutorios y tiendas de productos árabes. De noche, el decorado es el mismo; el panorama cambia.

    A pesar del constante tráfico de vehículos en dirección al bulevar María Luisa y del alboroto, la débil luz anaranjada de los focos que iluminan precariamente algunas partes de la calle, el frío y la densa niebla que se cierne sobre la ciudad otorgan un aire tenebroso e inquietante a la atmósfera que se respira esta noche. Las aceras están repletas de jóvenes, en su mayoría árabes y afganos, que se reúnen a la entrada de los locutorios y junto a las fachadas de los hostales y comercios ya cerrados o se mueven de un lado para otro, buscando un contacto que les saque del país o simplemente matando el tiempo mientras esperan a que algo pase.

    Para la mayoría de ellos, al igual que para Hassan, este es un lugar de paso, un mero trámite en su particular odisea. En ningún momento se plantearon que la partida acabara en el país balcánico, un lugar al que llegan con pocas y malas referencias y del que se marcharán carentes de gratos recuerdos. Porque, aunque debido a su situación geográfica, Bulgaria ha sido históricamente un importante lugar de tránsito comercial y cruce de culturas, la relación del país con los extranjeros podría definirse, cuanto menos, de particular.

    Durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, al abrigo de la URSS, la inmigración fue un tema fuertemente controlado y regulado. Fue tan sólo a partir de los años setenta cuando gente de Oriente Medio y diversos países centroamericanos, africanos y asiáticos de la misma línea ideológica llegaron para estudiar o trabajar, y algunos acabaron por quedarse y establecer aquí su hogar. En noviembre de 1989, Bulgaria rompía con casi cincuenta años de régimen comunista y poco después, tras su ingreso en la OTAN en 2004 y en la Unión Europea en 2007, formalizaba su giro a Occidente.

    Actualmente, mientras Europa se congratula y se dispone a celebrar el vigésimo quinto aniversario de la caída del muro de Berlín, el destino ha querido que Bulgaria, no acostumbrada a grandes flujos migratorios, se vea en medio del mayor éxodo que se recuerda desde la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, han pasado de tener una valla para evitar la huida de ciudadanos del bloque del Este a construir otra nueva para contener la entrada en Europa de miles de personas llegadas principalmente de Oriente Medio. Sin pretenderlo y sin posibilidad de evitarlo, Bulgaria se ha convertido en el purgatorio europeo para miles de refugiados y en el callejón sin salida de otros tantos jóvenes indocumentados que pululan día y noche por la Pequeña Beirut.

    En medio de esta estampa, Hassan camina con bastante prisa dejando al descubierto una ostensible cojera. El tiempo se le echa encima. El locutorio al que se dirige cierra a las nueve y necesita fotocopiar unos papeles que debe presentar en la Cruz Roja. Quizá le ayuden a realojarse en alguno de los tres centros abiertos para solicitantes de asilo existentes en Sofía antes de quedarse sin blanca. Resopla en el interior de sus manos mientras las frota, encogido, esquivando con maestría a unos y a otros y saludando con un sutil arqueo de cejas y una ligera sonrisa postiza.

    —Parece que te conoces a casi todo el mundo… —comento con cierta intriga.

    —He pasado mucho tiempo dando vueltas por este barrio —contesta sin aminorar el paso ni girarse.

    —¿No dijiste que llegaste a Sofía el miércoles pasado?

    —Sí, pero estuve también casi todo el mes de agosto, después de que me soltaran de Lyubimets.

    —¿Estuviste en un campo cerrado? —pregunto colocándome a su altura.

    Lyubimets es una localidad situada al sur del país, en la provincia de Hashkovo, a orillas del río Maritsa y a pocos kilómetros de la ciudad de Svilengrad y la frontera con Grecia y Turquía. Con algo menos de ocho mil habitantes, este típico pueblo de la llanura tracia superior pasaría inadvertido de no ser porque alberga uno de los dos centros de detención administrativa para extranjeros con los que cuenta Bulgaria, comúnmente llamados campos cerrados. En estos edificios, rodeados de muros de hormigón y reforzados con altas medidas de seguridad y alambre de espino, se retiene a los inmigrantes sobre los que pesa una orden de deportación o expulsión por razones de seguridad.

    —Bueno, yo lo llamaría cárcel —refuta Hassan—. Estuve encerrado dos meses más o menos, junio y julio. Me llevaron directamente allí un par de días o tres después de que me cazaran cruzando la frontera. Espero que no tengas que ir nunca. La mayoría son unos bordes y no tratan a la gente con humanidad. Yo tuve suerte y estuve en un cuarto no muy grande con «solamente» ocho personas durmiendo en cuatro literas. En otras partes te encontrabas hasta veinte personas por habitación. ¡Se han llegado a ver familias! Te cerraban la puerta del cuarto a las ocho de la tarde y abrían a medianoche para ir al servicio. Si te entraban ganas de mear después, tenías que joderte y sacar la polla por la ventana. Por eso, si vas un día, verás que las paredes están sucias y el suelo del patio huele que apesta. El problema es cuando no se trata de una meada y sí de algo más grande. Eso no es agradable. La comida también es una mierda. A veces se ponían tontos y te daban la misma comida del día anterior con tres rebanadas de pan barato, ¡a nosotros que por cultura comemos tanto pan! Además, no te dejaban salir del recinto y si querías o necesitabas comprar algo enviaban a una persona al pueblo y lo cobraban mucho más caro.

    —¿Por qué estuviste dos meses encerrado en ese sitio?

    —Y yo qué sé. Quizá porque no soy sirio, viajo solo y piensan que soy terrorista. Pero, a ver, no pienses mal, yo no quiero juzgar este país. Veo bien que se haga control cuando alguien entra ilegal. En mi país me gusta que sea así, supongo que a ti también en el tuyo. No sabemos qué clase de persona entra, si busca una manera digna de vivir o si es un chorizo. Así que ellos tienen derecho a retener a esa persona. Hasta ahí bien. Entonces —prosigue aminorando el paso y esforzándose por explicarlo bien—, me cazan; a los tres días tengo el juicio en una sala pequeña y me condenan a tres años sin salir de Bulgaria y seis meses de libertad condicional. Es decir, en seis meses no tengo que cometer delitos porque me mandan a la cárcel. Pero en realidad no estoy en libertad condicional porque me meten en un recinto, especial para inmigrantes, pero una cárcel al fin y al cabo.

    Al terminar la frase, Hassan se agacha y apoya las manos sobre las rodillas, respirando a duras penas por la boca. Está parado en medio de la acera mientras la gente le esquiva y le observa toser.

    Lo que me explicaba antes de asfixiarse es que, según viene recogido en el Código Penal, entrar ilegalmente en Bulgaria constituye un crimen. Una vez interceptado por la policía de frontera del Ministerio del Interior, Hassan pasó a disposición judicial y, a partir de ese momento, comenzó su proceso penal. Se le realizó una primera entrevista en la que, entre otras cosas, intentaron determinar su identidad y su país de origen. Tal y como confiesa arrepentido, Hassan intentó hacerse pasar por sirio y, al igual que una buena parte de estas personas, declaró haber perdido su documentación. Pero no contaba con un intérprete búlgaro de mediana edad que le escuchaba atentamente y enseguida reconoció su acento del norte de África. Tras un juicio rápido fue condenado y posteriormente trasladado a Lyubimets.

    El motivo reside en que, paralelamente al proceso penal, fue abierto un proceso administrativo; regulado por la Ley de Extranjería, se aplica a cualquier persona que, tras ser detenida (ya sea en la frontera, en la costa del mar Negro, a las afueras de Plovdiv o en el centro de Sofía), no tiene manera de verificar su identidad o probar mediante algún tipo de documentación que ha entrado legalmente en el país. Así, tras su detención, a Hassan se le aplicó una medida administrativa forzosa consistente en una orden de deportación o expulsión del país por razones de seguridad nacional; cualquiera que tenga una es susceptible de ser enviado a una prisión para inmigrantes siempre que la policía no pueda corroborar que es quien dice ser, o si la autoridad competente considera que existe peligro de que huya y obstruya la ejecución de la orden.

    —Cuando el flujo de personas que entró irregularmente en Bulgaria se incrementó exponencialmente allá por octubre de 2013 —le explico a Hassan—, las personas interceptadas en la frontera que solicitaban asilo, en su mayoría familias sirias y afganos, normalmente eran conducidas a un centro de recepción y registro, y posteriormente a un centro de alojamiento temporal de régimen abierto donde esperaban a que se tramitara su solicitud de asilo, pero podían desplazarse.

    —¡Qué va! —exclama tras incorporarse—. Bueno, no sé para los otros, pero te aseguro que, para los moros, los africanos y los de Afganistán, Pakistán y esos países no funciona así. Conozco a mucha gente que ha estado catorce y dieciocho meses encerrada incluso habiendo pedido el asilo. Se han visto familias enteras. ¡Cómo es posible que encierren a niños con trece y quince años durante un año! ¡Por favor, no me jodas! —exclama indignado.

    Las palabras de Hassan coinciden con los datos proporcionados unas semanas atrás por el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur). Según estos, alrededor de un tercio de las personas retenidas en Lyubimets o Busmantsi (el otro campo cerrado, situado a las afueras de Sofía) han solicitado asilo en Bulgaria.

    —En ese caso, tú ¿por qué estuviste sólo dos meses? —le pregunto al reanudar la marcha.

    —Yo tuve buena suerte y supe aprovecharla. El jefe de Lyubimets hablaba español y estuvo en el hospital cuando se me hinchó la pierna y me ingresaron. Nos caímos bien y creo que de alguna manera me lo camelé. Entonces, un día me dijo en el patio: «Hassan, yo puedo ayudarte a salir de aquí para que te cures de tu pierna, pero tienes que pedir el asilo». Y eso hice. Nunca llegué a pensar que esta jodienda de la pierna pudiera llegar a salvarme el culo —sonríe tapándose la boca con la mano derecha.

    —¿Y por qué no lo solicitaste durante la primera entrevista, después de que te detuvieran al cruzar la frontera?

    —Por miedo a quedarme atrapado aquí o, peor aún, a que me enviasen a mi país de nuevo. Según el tratado ese de Dublín, si pido asilo en Bulgaria mis huellas quedan registradas y no puedo volver a hacerlo en Alemania. Al llegar allí tendrían doble motivo para deportarme de nuevo, ya sea a Bulgaria o a Marruecos.

    Llegados al cruce entre Zar Simeón y la calle Washington, Hassan se encuentra con unos conocidos. Tras un momento de risas y comentarios a viva voz en árabe, pide un cigarro y continúa caminando. Faltan pocos minutos para las nueve.

    —Además, digo yo —prosigue con sus cavilaciones—, pongamos que me dan algún tipo de documento en Bulgaria. ¿Qué puedo hacer yo aquí? No tengo nada y este país no tiene nada que ofrecerme. No hablo el idioma, sería muy difícil encontrar un trabajo digno y, sobre todo, ¡me espera mi hija! Se mire como se mire, lo tengo muy jodido para alcanzar mi objetivo —se lamenta negando con la cabeza.

    —Y entonces, al pedir el asilo, ¿te trajeron al campo abierto de Ovcha Kupel en Sofía?

    —Sí, poco después. Pero sólo por un día.

    —¿Un día? Me has dicho que estuviste el mes de agosto aquí en Sofía antes de ir a Pastrogor.

    —Sí, y así fue, pero… —A pesar de estar apenas a treinta metros del locutorio, vuelve a detenerse en medio del tumulto y me mira fijamente con la misma cara avinagrada—. ¡Cómo es posible que cuando me sacan de esa cárcel, me traen a Sofía y tras pasar una noche en el campo de Ovcha Kupel me dicen que tengo que irme por mi cuenta y quedarme en el campo de Pastrogor, a trescientos kilómetros de aquí y a sólo veinte kilómetros de Lyubimets, donde me tenían encerrado! ¿Por qué no enviarme directamente a Pastrogor y ahorrarme tiempo y dinero? Y digo yo, si el Gobierno, la Unión Europea o quien sea les da dinero para nosotros, ¿qué hacen con ese dinero? ¡Joder! —vocifera—. Al menos que nos traten con dignidad; que me hablen bien y que me paguen el autobús, digo yo.

    —¿Y qué hiciste durante ese mes hasta que fuiste a Pastrogor? ¿Dónde te quedaste y de qué viviste?

    —Al principio tenía un poco de dinero. Después, tú sabes, por aquí y por allá, con unos y otros, haciendo lo que mejor se me da, buscarme la vida —comenta intentando restarle importancia y evitando profundizar en el asunto.

    En ese momento llegamos al locutorio que Hassan suele frecuentar. Apoyada en el cristal de la entrada se encuentra una cuadrilla de veinteañeros formada por tres argelinos y un marroquí. Saludan sin despegarse de la pared, con un apretón de manos y un ligero toque en el pecho, con deferencia a pesar de la inquietud y la desesperación que proyectan. Todos menos uno de los argelinos, Mohamed, que, agitado y con una inquietante sonrisa nerviosa, nos muestra en su teléfono móvil algunas fotografías de sus últimos días en Francia, antes de que le deportasen.

    Según cuenta el propio Mohamed, hace veinte meses salió a pie de Bulgaria atravesando la frontera con Macedonia y, tras dos semanas durante las que recorrió parte de la península balcánica y el norte de Italia haciendo autostop y escondido en camiones o autobuses, llegó a Niza. Allí vivió ilegalmente más de un año y medio y conoció a una mujer francesa con la que tuvo una hija. Le detuvieron hace algo menos de un mes y fue deportado a Bulgaria un par de semanas más tarde. Con la orden de su deportación como única documentación, deambula por la Pequeña Beirut escondiéndose de las autoridades y durmiendo en un edificio abandonado al final del bulevar María Luisa, cerca de la estación de tren.

    Entre las fotografías que Mohamed nos enseña orgulloso puede verse a una niña rubia con el pelo recogido jugando en la playa junto a una joven ataviada con un traje de baño oscuro. Ante la atenta y tierna mirada de Hassan, pasa las imágenes con el dedo y se detiene en una de la que guarda especial recuerdo. Se trata de un autorretrato tomado junto a un piloto en la cabina del avión que le trajo de vuelta a Bulgaria. Sin abandonar su sonrisa de zorro, Mohamed confiesa que esa experiencia es, junto con el nacimiento de su hija, lo único bueno que le ha pasado desde que pusiera por primera vez un pie en Europa hace poco más de tres años.

    —Menos mal que la niña se parece a la madre —comenta Hassan en árabe antes de entrar en el locutorio, provocando la carcajada de todos.

    En el interior del local aún queda gente sentada frente a los ordenadores o hablando por teléfono. El encargado discute con un joven afgano que parece no entender lo que este le está recriminando. Avanzamos hacia el mostrador, pero el mozo avisa de que está cerrando. Antes de que Hassan se encare con él le convenzo de que nos atienda. Durante un par de segundos arquea la ceja derecha y, tras girarse para dar un rápido repaso a Hassan, extiende el brazo derecho y accede a hacer las fotocopias. Hassan se encoje de hombros, tuerce la cabeza hacia la izquierda y resopla

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