Los antiguos chinos creían que se trataba de restos de dragones, y hasta los usaban para elaborar remedios mágicos. En Europa se pensaba que eran huesos de gigantes; y los habitantes de Norteamérica sospechaban que habían pertenecido a aves monstruosas. Hasta que en 1822, el paleontólogo inglés Gideon Mantell descubrió en Sussex (Inglaterra) los huesos de un gran reptil herbívoro al cual llamó iguanodonte. Así fue como Mantell se convirtió en el primer científico que identificó a un dinosaurio como tal, e inició sin saberlo una “dinomanía” que sigue contagiando a niños y adultos por igual.
LAS PISTAS DEL PASADO
Sabemos cómo eran los dinosaurios a través de los fósiles, es decir, los restos de organismos que después de cientos de miles de años quedaron conservados en piedra. Por lo general estas “impresiones” se forman con las partes duras del animal o de la planta (como el tronco, el caparazón o los huesos) porque las partes blandas se descomponen rápido. Las pistas fósiles que nos ayudan a conocer la historia de los dinosaurios están en huesos, dientes, garras, escamas, cicatrices, cascarones de huevos, huellas y hasta excrementos petrificados, denominados coprolitos.
Cuando los paleontólogos encuentran fósiles empieza un trabajo muy difícil y delicado:
1 Primero limpian los fósiles con mucho cuidado. Antes de moverlos, dibujan en un plano la posición de cada uno.