Ciaran y Jenn siempre habían querido tener hijos y formar una familia.
Pero sabían que, debido al síndrome del ovario poliquístico de Jenn, podrían necesitar ayuda. Llevaban casi un año intentando concebir y habían avanzado mucho en el proceso de fecundación in vitro cuando, al final de una consulta, un médico sugirió que comprobaran el esperma de Ciaran. Unas semanas más tarde, la pareja volvió a la consulta. El especialista repasó los resultados de las últimas pruebas y luego se dirigió a Ciaran. “No hay mucho que podamos hacer por ti”, le dijo.
Su tono parecía indicar que no le iba a sorprender, pero, al ver la confusión de Ciaran, su expresión cambió. “Se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de mi infertilidad”, dice Ciaran, quien sintió “una extraña experiencia extracorpórea”, como si se hubiera enterado de la muerte de un ser querido. Su análisis mostró un recuento de 1.500 espermatozoides, de los que menos del 1% eran viables. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el recuento ‘normal’ de espermatozoides comienza en 15 millones y llega hasta 250 millones.
Desde que nació el primer bebé por fecundación in vitro (FIV) en 1978, la infertilidad es un problema cada vez más preocupante. El año pasado, un informe de la OMS reveló que afecta a casi uno de cada seis adultos. La infertilidad se ha tratado en gran medida como un problema de mujeres. Pero cada vez hay más pruebas de lo que siempre debería haber sido obvio: hemos ignorado la mitad del problema. Un metanálisis de 2017 realizado por Shanna Swan, profesora de salud pública de la Escuela de Medicina Icahn en Monte Sinaí de Nueva York, descubrió que el recuento de espermatozoides en Europa, Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda se ha desplomado casi un 60% desde 1973, lo que ha provocado titulares tipo “Spermageddon” que alertan del fin de la raza humana.
Aunque otros investigadores han cuestionado las conclusiones de la profesora Swan, años después la ciencia sigue apuntando