Desde el momento en que las más exquisitas resinas aromáticas agitaron sus sentidos, nuestros lejanos antepasados lo sospecharon: las fragancias debían tener un origen divino. Los egipcios creían que los perfumes emanaban de los huesos y ojos de los dioses. Entre los antiguos griegos, Homero indicó que los aromas agradables habían sido entregados a los hombres por las divinidades del Olimpo, quienes les habrían enseñado cómo hacerlos y usarlos.
A la par de las deidades de la muerte y la creación, estaban ellos (y ellas): los dioses fragantes. Nefertem –representado como un joven con una flor de loto azul en la cabeza– dios egipcio de las fragancias, la curación y un calmante del sufrimiento.