Los niños, nacidos satisfactoriamente”. Ese fue el telegrama que recibió el presidente estadounidense Harry Truman el 16 de julio de 1945 mientras se encontraba en Alemania preparando la Conferencia de Potsdam. “Los niños” eran la bomba atómica, detonada con éxito en el desierto de Nuevo México como culminación del Proyecto Manhattan. Tres semanas después, estos “hijos del átomo” eran arrojados sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, devastándolas por completo. Había nacido la era atómica.
La noticia de esta poderosa arma fue recibida con triunfalismo por la sociedad estadounidense. Las bombas habían servido para acelerar la victoria en la guerra contra Japón (las imágenes de los efectos de las explosiones sobre la población civil no se hicieron públicas hasta años después) y para alimentar las esperanzas sobre un futuro más seguro gracias al efecto disuasorio que el monopolio de esta tecnología proporcionaba. Además, la energía nuclear, promocionada desde el gobierno como una tecnología limpia y segura, era percibida como un recurso energético innovador e ilimitado que ofrecía infinitas posibilidades para su aplicación con fines pacíficos. La imagen del hongo atómico –reclamo publicitario en multitud de productos de consumo–no tardó en convertirse en un icono pop. Sin