El 1 de abril de 1867, París vibraba con los fastos inaugurales de la Exposición Universal. Entre los asistentes al evento se encontraban personalidades como Alejandro II de Rusia, el sultán de Turquía, Guillermo I de Prusia o el canciller Otto von Bismarck. Para agasajar a tan regios visitantes, los entonces emperadores, Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo, ofrecieron un opulento banquete, al que siguieron un concierto y un baile en el jardín de las Tullerías, que abrió la propia emperatriz, acompañada por el zar ruso.
Lo cierto es que, de no ser por tan regios invitados, la fiesta hubiera podido ser una de tantas con las que, diariamente, se adornaba la noche parisina durante el Segundo Imperio. Una época en la que, mientras París modernizaba su urbanismo, la alta burguesía, a modo de nueva aristocracia, frecuentaba el teatro y la ópera, cenaba en los restaurantes de moda del, donde las damas, envueltas en sedas, brillantes o moarés, conversaban y los caballeros trataban de negocios entre copas de champán y una cierta frivolidad que disfrazaba sus intereses. Una forma de vida que parecía querer obviar el insalubre París de los suburbios, que daba la espalda a los más necesitados y que solo pretendía ser un remedo de una corte que, por expreso deseo de su emperador, buscaba olvidar la simplicidad burguesa de su antecesor, Luis Felipe de Orleans. Para conseguirlo, Napoleón III contaba con una colaboradora de excepción: su esposa, la granadina Eugenia de Montijo.