LOS TEMPLARIOS, EL CÍSTER Y EL ARTE GÓTICO
Que la Orden cisterciense –una orden monástica fundada en 1098 por Roberto de Molesmes (en la Abadía de Císter, Dijon, Francia)– guarda relación con los templarios es evidente. Dos de los fundadores del Temple estaban relacionados personalmente con Bernardo de Claraval (1090-1153), el principal baluarte de esta orden: Hugo de Payns, oficial del conde Hugo de Champagne, era uno de sus mejores amigos; y André de Montbard era tío de Bernardo. Pero hay más: Bernardo fundó en 1115 la abadía de Clairvaux (de la que heredaría su característico epíteto, Claraval, versión castellanizada de Clairvaux) en la localidad de Ville-sous-la-Ferté, situada, precisamente, en tierras de Hugo de Champagne. Y este señor, como sabrán, se convirtió en 1125 en el décimo integrante del Temple, tras los nueve fundadores pioneros.
Por si fuera poco, cuatro años más tarde, el 13 de enero de 1129, día de San Hilario, se celebró en Troyes, una localidad que también estaba en tierra del conde de Champagne, el famoso Concilio de Troyes, cumpliendo órdenes del papa , con la intención de reconocer oficialmente a la Orden del Temple –fundada diez con la intención de proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa–. Para ello, se encargó a Bernardo de Claraval, y a un clérigo llamado , la redacción de una regla que guiase y orientase a la nueva orden. Así, no es de extrañar que la regla del Temple fuese casi calcada a la regla cisterciense, ni que girase en torno a cuatro grandes ideas comunes: sencillez, pobreza, castidad y oración; aunque en este caso se trataba de monjes-soldados.
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